QAMASA Digital.- Lo primero que viene a mi mente, aún hoy, cuando oigo hablar de David Lynch, es la portada de Eraserhead (1977), su primer largometraje. La recuerdo en medio de otras portadas, en las cestas de las películas piratas que empezaban a proliferar en el mercado a inicios de este siglo. Yo le dedicaba horas a deambular por los puestos y tiendas, donde había de todo, y, a veces, las portadas eran el único referente frente a la ignorancia. En mis incursiones siempre me topaba con el rostro de Jack Nance con la mirada perdida y el peculiar corte de pelo, creía que ese era Lynch, no estaba tan equivocado.
El aura de esta película en blanco y negro fue siempre el de una película de culto, extraña desde el inicio hasta el final. Se podría decir que es un milagro. Que una película como esta se difundiera como lo hizo, impulsando la carrera de una artista que tenía un pie en la pintura y otro en el cine y muy poca intención de hacer imágenes asequibles, fue una suerte para todos. Como dijo Scorsese hace poco, tuvimos suerte de conocerlo. Lynch fue siempre dueño de esas poderosas y extrañas imágenes que andaban merodeando, colándose sin más entre las criaturas del cine hollywoodense. Nunca fue, lo que se denomina, un “cineasta independiente” o al margen, al menos, nunca lo pude clasificar en ese mundo, tampoco fue completamente comercial, iba y venía entre ambos mundos, en el suyo propio, con una determinación única e inspiradora. Para mí, siempre fue joven, solo el ímpetu, pasión y hasta ingenuidad de uno podría crear una obra como esta, al borde del abismo.
Decir que Lynch creó un tipo de cine no es poca cosa. Que lo creó, además, en muchas de los casos, en la trastienda del mismo Hollywood, es aún más fascinante. Para mí, la experiencia de ver películas de Lynch es como toparse con una de género al azar en una noche ambigua de “no saber qué ver”, elegir una con promesa de trama conocida pero atrayente a la que te rindes por curiosidad, para luego, de repente y en medio de la trama, darte cuenta de que ha sido poseída por algún ente oscuro y estrambótico que invade la pantalla y los parlantes. Lost Highway (1997), por ejemplo. Al ver esta película comprendí que no había nada parecido antes, y que se estaba planteando una narrativa realmente diferente, y, sobre todo, profundamente sensible y arriesgada. Entenderla o explicarla en su totalidad es una trampa. Lo mismo pasa en
Mulholland Drive (2001), Lynch no rehúye recursos cinematográficos del suspenso y melodrama más conocido y, aun así, todo es diferente, es nuevo y atrayente. A momentos, la fotografía parece inspirada en algún thriller californiano de temporada, pero las protagonistas apenas pueden asirse a una certeza o imagen, el terreno es quebradizo, todo parece ser colocado con alfileres, es frágil, como un sueño, cualquier ruido o sombra derrumba todo, las piezas se acomodan y surge una nueva historia, estamos por Sunset Boulevard y de repente nos perdemos en un teatro decadente donde se habla español. Si hay un lugar en el podemos encontrar a Lynch, ya sin ataduras o recelos, es en la materialidad de los sueños, de las pesadillas, de lo fortuito o lo extraño que nuestra mente puede construir, nuestro mundo interior intentando entender.
Aunque lo onírico fue siempre el mar en el que gustaba cazar, se sumergió en otras aguas sin temor, y tal vez, con más generosidad que ambición. Acabó haciendo una mega producción como Dune (1984), por ejemplo, que encaró con la misma osadía y vértigo con las que hacía las cosas mínimas y extrañas que le dieron un nombre, aunque se estrellara en el intento. Dirigió El hombre elefante (1980), un guiño al expresionismo que yo siempre relaciono con mi vida universitaria, porque era “esa película” que te ponía a prueba como espectador novel. Creó imágenes que ya son parte de la cultura popular, y marcó el estilo de la televisión de los 90 con Twin Peaks (1990-1991). Sin embargo, no intentó regodearse en la excentricidad o construir un personaje público azaroso de cara al espectador, sus seguidores o los medios. Cuando hablaba de sus películas, las palabras fluían accesibles, cercanas y hasta pedagógicas. Nunca ocultó sus herramientas y fue generoso. Hoy, las redes están llenas de esas palabras, de esos consejos. Habló desde cómo empujar un dolly hasta cómo concebir una idea, sin prejuicios.
Hay un detalle más que hace fascinante a David Lynch: él definió el cine de finales del siglo XX y principios del XXI; sin embargo, parecía hablar desde otro lugar, tal vez desde el lienzo de la pintura, los acordes de una guitarra o la máquina de escribir. Fue todo un cineasta, y al mismo tiempo, un explorador que venía de otro lugar, indefinible, tenebroso y a la vez cálido y sereno. Desde una nebulosa de humo de cigarrillo y arcilla, mientras suena “In dreams” de Roy Orbison a lo lejos. Este es un espacio vasto que no debemos olvidar recorrer(Ramona Cultural).