QAMASA Digital.- Desde hace algunos años Juan Cristóbal Ríos, el excéntrico guionista de la comedia boliviana más taquillera de las últimas décadas ¿Quién mató a la llamita blanca?, intenta responder una cuestión tan retórica como existencial, en alusión a los más de 50.000 residentes bolivianos que viven en el estado de Virginia: ¿eres más boliviano aquí que allí?
El contexto en el que Ríos ha divisado la bolivianidad y sus contradicciones es Estados Unidos, y en particular la periferia de su capital, Washington DC, intensamente institucionalista, donde el sustantivo “compliance” ha sido elevado de muletilla burocrática al rango de especialidad administrativa, gracias al complejo entramado normativo que va desde lo federal, pasando por lo regional estatal, hasta lo municipal.
Ríos, gracias a su documental La Virginia de los bolivianos (2024) –de próximo estreno en Bolivia–, se ha valido de casi dos horas de metraje y un puñado de historias de compatriotas de diversa densidad, locuacidad y antecedentes, para narrar la resistencia al corsé cultural del país de acogida: el apego a la norma y a la productividad. Ese relato sucede en una nación que generalmente premia la predictibilidad de su organización social y económica en forma de subidas en la bolsa de valores o de un sistema legal (también de salud o inmobiliario) al que el norteamericano común no duda en acudir cuando percibe una disputa susceptible de indemnización.
La Virginia de los bolivianos tiene varias virtudes. La más evidente es que funciona de espejo y amplificador, a veces cómico, a ratos dramático, otros conmovedor, las menos extravagante e incluso motivador, de una forma de vida que se plasma a través de su patrimonio cultural inmaterial, particularmente aceitada por sus tradiciones gastronómicas, musicales y coreográficas. Y es justamente esa inmaterialidad lo que resulta en al menos dos factores complejos: la posibilidad de que esa herencia cultural sea transportada en una maleta, o más bien en la imaginación de quien la lleva, y la permeabilidad –con su inherente riesgo de pérdida, disolución o mutación–.
El fenómeno de la migración boliviana al estado de Virginia lleva varias décadas, por lo que ya no es una novedad la buena fama que van ganando las decenas de comparsas y grupos de baile folklórico que amenizan festivales en un área metropolitana de más de cinco millones de habitantes. Tampoco es una rareza entre la comunidad hispana la paulatina sustitución de las hamburguesas por el placer que genera una salteña bien picosa. Empero, las alcaldías y condados todavía no han visibilizado estas manifestaciones culturales en sus planes de protección patrimonial al ritmo que la realidad parece demandar y demostrar. Finalmente, la burocracia tiene un proceso de asimilación mucho más lento que las calles, los restaurantes y los activistas, lo que complica aún más cuando esa representación patrimonial no se tiene la forma de una catedral o casco histórico.
La prensa masiva también se ha movido lentamente. Aun cuando el año pasado el Washington Post publicó un extenso y entretenido reportaje sobre las cholitas tiktokers de Virginia, la mayor parte de las veces que se menciona a
Bolivia, es para referirse a dictaduras, caudillos populistas o traficantes de cocaína. Las menciones a la influencia cultural de esas 50.000 personas que viven en el área metropolitana que circunda la capital norteamericana siguen siendo escasas, aun cuando existe una federación de bailarines como el Comité Pro Bolivia, que agrupa a decenas de comparsas en el norte de Virginia o un festival que cada septiembre congrega a casi 12.000 personas en la localidad de Manassas.
La Virginia de los bolivianos documenta y explica lo que ha sucedido en el norte de Virginia principalmente antes de la pandemia. Una comunidad en continua transformación, que se ha ido adaptando a las sucesivas crisis económicas y que seguramente seguirá creciendo teniendo en cuenta las tensiones económicas, políticas y sociales actuales en Bolivia. Y aunque muy probablemente los lugares de crecimiento ya no serán Arlington y Falls Church por el progresivo aumento del precio del suelo, sirve de memoria y hoja de ruta para otros condados y poblaciones más alejadas del centro capitalino, en una búsqueda permanente e insatisfecha de no sucumbir ante la gentrificación.
Ahí radica la fuerza del filme, en preservar un hecho cultural peculiar, tan intenso como efímero, que trasciende el ámbito espacial porque se trata de un elemento inmaterial. Así, Juan Cristóbal Ríos ha decidido invertir tiempo y recursos en esta historia por casualidad, pues tuvo la ocurrencia de grabar una serie de imágenes surrealistas de bailarines de toba y diablada entrando a un vagón del metro. Ello le llevó a reflexionar sobre la ausencia de documentales en los últimos 15 años que traten de manera coral de la historia de la migración boliviana, pues la pieza más reciente se remonta a 2008, cuando se estrenó Un día más de Leonardo de la Torre –quien también aparece entre los entrevistados de Ríos–. En ese proceso conoció a personajes entrañables que se apropiaron de sus comunidades de acogida como la profesora de quechua radicada en Arlington Julia Garcia, quien les habló de Taratown, de Ezequiel Rojas (pionero en la venta de comida) y Arlingtonbamba y a otros arbieteños que sazonaron el sacrificado oficio constructor con ocurrencias de Arbieto Acres como Florentino Amurrio. Todos ellos llevan décadas trajinando por las calles de Arlington, aconsejando, conectando e informando a cuanto boliviano encuentran a su paso. También se han erigido en algo así como traductores de las costumbres de los valles cochabambinos a antropólogos, profesores universitarios o gestores culturales norteamericanos que se interesan por el fenómeno social de la migración boliviana y su visión colaborativa de la vida.
Este documental, además de ser un interesante anecdotario, puede servir como punto de partida de un proceso de documentación para reconocer a las comunidades bolivianas por su aporte al patrimonio cultural de Arlington. Otras comunidades ya han logrado protección para sus causas, como la LGBTQ. El condado y el Departamento de Recursos Históricos de Virginia recientemente proclamaron a la vivienda de la activista Lilli Vincenz como un sitio histórico por su relevancia en su movimiento, logrando visibilidad nacional. Justamente en noviembre de 2023, Arlington actualizó su Plan de Recursos Históricos, con el objetivo de preservar recursos y paisajes históricos y culturales de alto riesgo y poco representados. Se puede tomar la experiencia del proceso de Vincenz y aprovechar para visibilizar la potencia cultural de la comunidad boliviana.
La productora ejecutiva del documental, Emma Violand Sánchez, activista, funcionaria pública jubilada y primera hispana en formar parte de la Junta Escolar del Condado de Arlington, lleva décadas en esta lucha por construir comunidad, en una estructura históricamente poco representada por mujeres y migrantes. Aun así, se necesitan más personas como ella, como Julia García y todos aquellos que configuran el relato de La virginia de los bolivianos para proteger una comunidad diversa y activa, cuyo patrimonio inmaterial podría quedar desplazado por las fuerzas gentrificadoras que avanzan paulatinamente en una de las áreas metropolitanas más caras de América. Es hora de tomar medidas para preservar aquello que convierte a urbes como Arlington o Fairfax en ciudades creativas. Esta película es un paso.
El autor es doctor en Patrimonio Cultural y vive en Virginia del Norte, EEUU